Rayo Blanco, el caballo, no resistió la tentación de echarse un buen trago en el primer abrevadero que vio.
Me sabía John Wayne con coletas.
La silla de ruedas se había quedado al lado de los establos, y después de dar una vuelta completa a la ciudad del Oeste, Juan me cogió de la cintura y dejó a una mujer, henchida de felicidad, de nuevo sobre ruedas.
Por la noche, de vuelta en el hotel donde nos alojábamos, después de cenar mientras un camarero nos servía un cubata, me adentré en una solitaria pista de baile.
Bajo las estrellas... Con mi silla de anillos gigantes... Al compás de nostalgias que ríen...
Imbuyéndome en una música que me echaba de menos.
Y volví a bailar.
Aquella noche del verano del noventa y cinco, a la luz de la luna...
Como antes, como nunca, como siempre.
Bailé sin mover las piernas. A mi corazón le sobraba ritmo y
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