Lo intenté otra vez y ocurrió lo mismo. Una alarma interior saltó, pero la ahogué al igual que unos chillidos histéricos que surgían de muy dentro. Y sin embargo, fue el graznido de una solitaria gaviota lo que hizo que me doblara hasta quedarme sentada en la arena. Empecé a disparar la cámara de fotos al aire tapando mis lágrimas.
Olga vino a buscarme cuando me vio sentada en la orilla y agarradas del brazo, en silencio, dejándonos arrullar por la marea, llegamos a un abrupto acantilado. Tomé mi cámara, pero no me quedaba carrete...
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