En la ciudad vivíamos en un viejo cuartel.
Lo custodiaban pequeñas ruinas, maravillosos palacios de la imaginación, en donde alojábamos los juegos de toda la chiquillería. El portal del edificio común era amplio y luminoso. Paredes de un ocre desconchado y enormes baldosas de un gris oscuro moteado de blanco, acompañaban a una baranda de hierro negro que bordeaba las anchísimas escaleras de madera desgastada. Aquellas escaleras que tanto me divertían cuando subía y bajaba corriendo, saltando, estrellando ruidosamente mis pequeños zapatitos contra ellas.
Ocupábamos un piso de la segunda planta. La noche del cinco de Enero, dejaba en nuestra puerta junto con los zapatos de mis hermanos y los míos, leche con galletas para sus majestades, y agua y un poco de paja que había quitado a los caballos.
Era casi la hora de acostarnos cuando llamaron al timbre, aquella vez, en la que sentí el aliento de los Magos de Oriente...
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